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Crónica de un tinterillo

Por: Andrea Serna Henao. Socióloga.

 

Los novillos subían en recuas por la vía de Santa Elena desde Medellín todos los jueves, pasaban por la carretera destapada y eran gigantes; los niños que iban para la escuela en la mañana no podían seguir su camino, tal era la fuerza de los animales que hacía que suspendieran el andar. Debían esperar hasta que pasara todo el grupo, aunque algunos se ranchaban en los costados de la carretera y no había poder humano que los levantara hasta el siguiente día. Los animales venían totalmente fatigados de tan largo camino.

Cuando llegaban a Rionegro, eran llevados hasta el matadero, el que quedaba camino al barrio Las Playas, allí eran sacrificados y al siguiente día todos los habitantes del pueblo podían observar semejante exposición en los toldos de tela de la plaza principal. Era un panorama desagradable, las moscas rondaban en cantidades los trozos de carne, que eran expuestos en ganchos al público para su venta. La plaza era una autentica carnicería llena de toldos, cauchos (árboles) y habitantes ávidos por comprar. En el predio de la Josefina Muñoz González se hacía una gran feria, allí también se realizaban corridas de toros, de hecho la plaza para las mismas aún existe.

Mi abuelo era empleado de Santiago Elejalde, un reconocido tinterillo del pueblo, era buscado para hacer memoriales y demás trámites legales, contaba con prestigio. Era un hombre solitario y adinerado, tenía veinticinco propiedades aproximadamente, unas en Ojo de Agua, otras en El Tablazo, otra al frente del actual colegio La Presentación y su casa residencial era justo al frente de la salida del Cementerio Municipal. A posta de este lugar, se relata que para la época no existían bóvedas, los cuerpos eran sepultados en la tierra y sobre ella se clavaba una cruz de madera.

Santiago tenía una tienda de abarrotes en la calle Obando, la famosa “Chirría”. Calle que se caracterizaba por ser el burdel asiduo del pueblo, relata que todas las muchachas iban a comprar cosas allá. En el lugar trabajaba Elejalde con mi abuelo, quien vivía en Barro Blanco, y para la época ya se transportaba en bicicleta. La tienda se ubicaba aproximadamente donde hoy funciona “la tienda de don Alfonso” diagonal a la Cooperativa John F. Kennedy.

Cuentas las lenguas populares que Santiago recolectaba buen dinero en su exitosa tienda y que en las noches llevaba una caja de madera con la ganancia del día. Muchos lo espiaban para saber qué hacía con sus pertenencias y una noche un personaje del municipio con un grupo de amigos lo siguió hasta uno de los predios que tenía al frente del Colegio La Presentación que para entonces era una gran finca con una antigua casa, llena de cultivos de tomate y habitada por los Echeverri. Allí, lo observaron mover un barranco y vaciar la “menuda”, los golpes de las monedas y el palpitar entre el metal se escuchaban contra la tierra, al tiempo que hacía un conjuro que decía: “que lo que yo entierre nadie lo desentierre y que cuando yo lo entierre me lleve el diablo”. Esa noche el grupo de personas esperó a que el sujeto abandonara el predio y se acercó a poner una vara en forma de cruz con la intención de desenterrar el tesoro al siguiente día.

Efectivamente, salida la luz del sol se acercaron al lugar, intentaron mover el capote y nunca lograron desenterrar lo que allí reposaba. Fueron muchos los que intentaron extraer los tesoros de Santiago Elejalde, pero dicen que solo lo logró una persona después de su muerte, y que él anda hoy día por las calles de Rionegro, “con gran fortuna, enfermo, con inhalador en mano y feo”.

Una noche, a las 11 p.m. más exactamente le avisaron a mi abuelo que habían asesinado a Santiago en la tienda; recordó a ese hombre alto, acuerpado, que usaba el mismo cachaco durante un mes y que mataba un pollo para comer igualmente durante un mes, que al final de los días olía hediondo, que usaba sombrero negro, puntudo y de alas pequeñas y que siempre como hábito, usaba una toalla de colores alrededor del cuello, que además era “sardinero como las ratas, lo que no se comía lo dañaba”, pero que a pesar de esto era buen patrón, uno de aproximadamente 60 años.

Al siguiente día debió realizar el reconocimiento del cuerpo en la morgue del pueblo, “lo volvieron nada, lo dejaron feo, con la lengua afuera”, el relato popular cuenta que lo mataron con martillo y cuchillo. Mi abuelo hizo el reconocimiento y fue quién tuvo que limpiar toda la sangre de la tienda y deshacerse de las ropas rojas en el Río Negro. Fueron muchos los rumores que se escucharon, lo cierto es que el homicidio se efectuó por robar su ganancia del día, incluso sus propiedades.

Historias como estas son las que nos habitan, las mismas que acontecen en los recuerdos de los viejos, y que nos relatan y describen las fincas, calles, casas del pueblo, así como las costumbres y modos de habitar y de percibir el territorio. Aquellas son las historias que nos hacen sentir identidad frente a esos lugares que recorremos y que datan de décadas atrás, por los que tal vez nadie se pregunta pero que guardan acontecimientos que estuvieron en boca de todos los ciudadanos de entonces; las paredes y las calles fueron testigos que hoy se derrumban con el pasar de los años, el corroído frío de las noches y el retumbar del tiempo que sale por las ventanas.

 

 

 

 

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